viernes, 15 de febrero de 2008

SOMBRA Y TACONES



Había comprado ese día una nueva sombra para sus párpados. Anduvo todo el Paseo de Diego en Río Piedras con su mejor amiga, una muchacha gordita que había conocido en la universidad. Por alguna razón social, aún desconocida para los estudiosos, muchas gorditas tienen un amigo gay. Él no estaba muy seguro si el color iba con su traje verde, pero la gordita le dijo que era idéntico, y en el fondo su ella lo decía también. El traje verde tenía una corta cola atrás y le recordaba a los trajes que usan las bailadoras de flamenco e inmediatamente se transportaba a su sueño de ser Isabel Pantoja imginándose en su traje verde. Tenía los tacones rojos perfectos para el traje y tenía una peluca que pensaba usar con una peineta roja que le había conseguido precisamente la gordita en el baúl de su abuela española. Todo estaba listo pero faltaba la sombra que buscó en el centro comercial y no encontró; pero, en aquella calle constituida por tiendas olvidadas pero muy famosas en el antaño y harta de baratijas, cualquer mujer podría conseguir lo que necesitaba para existir.

Esa noche no cantaría una canción de la Pantoja, había preparado un espectáculo con una canción de Rosario Flores que se llamaba "Ese Beso". Esa canción era muy sencilla pero le recordaba a un amor que una vez tuvo y nunca olvidaba. "Ese hombre era tan caballeroso y sutil, que el día que me lo metió por primera vez, yo ni me di cuenta hasta que estaba ensaltao' y gozando." Luego de bañarse y aún desnudo, comenzó a colocar sus cosas sobre la cama: el traje, las medias pantijous, los súper aretes gigantescos y el collar de pelotitas rojas de madera pintada. Todo estaba perfecto y eso lo llenaba de calma, pues por herencia de su madre tenía una tendencia compulsiva a la preparación con antelación. Luego de esconder su encanto entre sus piernas y pincharlo con una faja muy versátil que también escondía su vientre poco pronunciado, se sentó frente al espejo de su gavetero y comenzó la transformación. Sacó la recién adquirida sombra y la puso en la superficie de la coqueta. "¡Pero si la gordis tenía razón, es el mismo condenao' verde!" Con una brocha profesional aplicó suavemente la sombra verde en sus párpados y luego la difuminó con una azul turquesa que le roncaba la manigueta. Esa sombra turquesa la consiguió a través de una muchacha que había conocido también en la universidad de la cual estaba eternamente agradecido por haberle conseguido una copia de la producción de Dayanara Torres, former Miss Universe, orgullo puertorriqueño, ex-punching bag de idolatrado cantante de salsa y la mujer más hermosa sobre la faz de la Tierra. Era loc@ con la canción de las gafas oscuras. La sombra turquesa coordinaba perfectamente con la verde y sabía que cuando se trepara en aquella tarima aquellas locas iban a gritar de envidia. Miró por un instante las notas que había preparado para su examen de humanidades, asegurando mantener su enorgullecedor promedio de 3.85, y que repasaba mientras esperaba que se secara el esmalte rojo en sus uñas. "Tanto joderme pintándomelas pa' total quitármelo el domingo." Al momento de ponerse el rimel se fijó que no estaba sobre el gavetero; buscó en el bolso de maquillajes, en la primera gaveta, en la mochila de la universidad y entonces como una revelación del espíritu santo recordó que su madre lo había tomado prestado el día anterior. "Años de educación y experiencia, pero parece que se le olvidó cómo poner las cosas en su lugar." Bien, ahora faltaba el blush color cobre que adornaba sus mejillas trigueñas dándole un aspecto bronce/dorado que la hacían ver como una reina. Pintó sus labios de rojo-puta-pasión, se puso el traje verde-Adela, se colocó la peluca, le enganchó la peineta, agarró los aretes y el collar de pelotitas de madera pintadas de rojo. El paso final y definitivo estaba esperándola. Miró aquellos tacones rojos: eran hermosos. Siempre pensó que lo que hacía tan maravilloso ser mujer era ponerse tacones. "¡Qué bueno que mido 5' 10"!" Se sentía como una niña repitiendo en su mente como cantando: "Tacas, tacas, tacas..." Lentamente deslizó sus pies cubiertos por la sedosa pantijous, ocupándose de sentir como poco a poco asendía como lo hicieron Jesús y María al cielo, hombre y mujer: divinos iguales. Aquellos tacones la hacían ser y hacer lo inimaginable, lo que el mundo llamaba imposible, abominable, repudiable, vergonzoso: "¡Ay, que se jodan!"

Se levanta de frente al espejo una mujer hermosa de cabello negro y largo adornado con una peineta roja de la abuela española, con una sombra verde de mujer que camina y busca para existir, con un traje de bailadora de flamenco, con orgullo de puertorriqueña abatida pero indiscutiblemente bella entre todas las mujeres del universo, con tacones rojos; se levanta frente al espejo una mujer feliz.

sábado, 9 de febrero de 2008

PINTÓ


Había olvidado que debía llorar amargamente en el entierro de su padre. Veía a su madre y su hermana llorando y se dio cuenta que ella aún no había comenzado a hacerlo. Pensó hacerlo en ese momento pero ya había pasado un rato y los invitados notarían que no era sincero. Además, su madre y su hermana estaban haciendo un excelente trabajo con sus llantos y no necesitarían el de ella. Resolvió quedarse mirando al espacio y parecer que estuviera desquiciada. Había tenido una vez un amante que la llevaba a ver películas de drama muy tristes a ver si lloraba pero nunca lo logró. De pronto la consoló la idea de que quizás la gente no la juzgara por no llorar, pues era muy sabido que ella no lo hacía. Permaneció mirando el féretro, la inmensa caja, la grama verde alrededor del hueco, las flores, la lápida; todo esto acompañado de llantos y murmullos. Le pareció todo tan surreal que sintió un imparable deseo de salir corriendo de aquel lugar. Al principio lo vio como algo tan impropio que abandonó su deseo por unos segundos, pero al fin y al cabo no pudo contenerlo y comenzó lentamente a rodear un lado de la tumba y continuó caminando directamente a su auto y salió del cementerio.

El día estaba muy soleado y hacía un calor infernal. Recordó el cliché del día lluvioso usual cuando entierran a alguien significativo en las películas y series televisivas. El entierro de su padre se celebraba en un día hermoso de marzo y no había llovido nada. Pensó para sí que era perfecto que su padre hubiese muerto sin dramatismos algunos, sin lluvia, sin ella llorando desconsoladamente y sonrió al recordar que se había ido sin mediar palabra con nadie. Para ella, él no merecía ni una lágrima y sabía que debía estar revolcándose en su tumba al ver que el mundo continuaba sin él, que ella continuaba sin él.

Llamó a su novio, que no fue al entierro porque odiaba a su padre, le contó de cómo escapó aquel delirio. Él no lo podía creer, fue tan simple y tan fácil que parecía un mal chiste. Quedó en recogerlo para ir a dar una vuelta, el día estaba sensacional y no había razón para desperdiciarlo, pensó. Fueron a dar un paseo por las playas de Piñones; comieron frituras, tomaron agua de coco fría y luego compraron algunas cervezas que llevaron hasta la orilla de la playa donde se sentaron a ver el mar.

Ella le comentó de cómo habían tantos padres infelices como el de ella y de cómo sus hijas debían tolerarlo y sufrir, mas sin embargo ella había logrado liberarse de él y no sentía nada de dolor, sino un creciente estado de alegría y pensó que terminaría el día a carcajadas por aquello de sentir que el pecho se le inflaba de felicidad. Él escuchaba atenta y silenciosamente todo lo que ella decía. Sabía que ella necesitaba ese espacio en donde le guardara luto a la maldad de su padre; ese regocijo era su manera de hacerlo.

Intentó buscar en su memoria algún momento feliz que hubiera compartido con su padre, para no sentirse mal por sentirse bien, pero no logró encontrarlo y dijo: "La razón de su existencia era la creación de la nuestra", refiriéndose a ella y su hermana. Se levantó de la arena y le dijo a su novio: "Quiero pintar". Se montaron en el auto y condujeron hasta la casa donde se hospedaba mientras estudiaba en la Universidad. Bajó con sus pinceles, pinturas y un canvas. "¿A donde vamos?", preguntó él. "Al sur", le contestó. Así emprendieron camino y llegaron a Guánica. Tomaron la ruta al Bosque Seco y se dispuso a pintar un paraje seco y vacío para representar la aportación de su padre a las vidas de sus hijas. Se burlaba de todo lo pasado: del accidente, de su rostro ensangrentado, de su dolor físico y su mirada de perdedor, de haber sido vencido, de no poder hacer más daño. Pensó en el fin y en el principio, pensó en la guerra y en la paz, pensó en la desesperanza y la nueva esperanza. No había angustia ni temor, sólo había la esperanza de comenzar de nuevo, de saber que hay algo más allá del desierto: montes verdes, ríos, ciudades y luego el mar.

Miró la tierra seca, dio una carcajada y pintó.

EL CAMINANTE





Una vez caminé mucho por la isla. Me dio algo en el pecho que no podía controlar y comencé a caminar como el personaje de la película americana, Forest Gump. Pero no tenía deseos de correr porque no le estaba huyendo a nada y tampoco estaba persiguiendo. Sólo empecé a caminar con una mochila que preparé en cinco minutos en la que llevaba dos pantalontes, tres camisetas, cinco calzoncillos, 3 pares de medias, un cepillo de dientes, una peinilla y una libreta. Con eso y mil dólares que tenía en mi cuenta de ahorros me dispuse caminar la isla. En la libreta realizaba apuntes de los lugares que visitaba, las cosas que veía y sobre las personas que conocía. En un garaje me regalaron un mapa por aquello de que no me perdiera. La verdad es que en ningún momento de mi caminata me vi andrajoso. Nunca alquilé un cuarto de hotel. Siempre dormía en la calle o en algún cuarto que me prestara un buen samaritano, que sin maldad ni interés abría las puertas de su casa para un deambulante. Yo no era malagradecido, siempre ayudaba en las tareas que tuviera el samaritano que hacer ese día. Le acompañaba, le daba conversación y, si necesitaba, cargaba paquetes hasta la casa y luego emprendía camino otra vez.

Una vez conocí a esta señora que decía que su nombre era Rosa, pero me fijé cuando fuimos al supermercado que sus tarjetas decían Clotilde. No es nada de extrañar, pues mi bisabuela también había cambiado su nombre de Basilisa a Alicia, por razones obvias y por una broma que le gastaron cuando niña. Bueno, Rosa me recibió en su casa en Barranquitas como a eso de las seis de la tarde. Era diciembre y oscurecía temprano así que parecía que eran como las ocho de la noche. Yo tenía frío pues hacía cuatro días que llovía y no paraba. Toqué la puerta y para mi sorpresa esta señora abre y tiene un machete en la mano.

- ¿Quién coño es?

- No se asuste señora sólo soy un estudiante universitario que ando caminando la isla.

- ¿Estudiante? Entra, los estudiantes siempre son bienvenidos.

Eso me pareció extraño, ciertamente era un estudiante universitario, pero podía también haber sido un cabrón que se inventó eso para entrar a la casa de la doña. Rosa me preguntó si tenía hambre y yo dije que sí, obviamente. Entonces me sirvió un plato de sancocho con un vaso de Tang de china. Por alguna razón los viejos que he conocido siempre tienen Tang en sus casas. Bueno, Rosa me dio el plato con un buen pedazo de pan criollo y se sentó en la mesa a verme comer.

- Hace muchos años que te he estado esperando, muchacho. La bruja del barrio de al lao' me dijo en el '95 que vendrías. Yo pensé que no ibas a venir na'.

- ¿Qué? Usted me está confundiendo, Doña.

- No, mijo. A mí la bruja me dijo que un día de lluvia iba a venir un estudiante universitario y que tendría en su bolso la cura para mi malestar. Yo tengo unas úlceras en el estómago y casi no puedo comer. Me da un dolor por las noches que no me deja en paz. Tú tienes la cura; yo te doy comida y tú me das la cura.

- Señora, no tengo nada más que ropa, una peinilla, un cepillo de dientes, un mapa de Puerto Rico y una libreta en mi mochila. A menos que una de esas cosas sea medicinal, no tengo nada en la mochila que la pueda curar de las úlceras.

Rosa se quedó bien seria. Ella pensaba que estaba escondiendo la verdad, pero ciertamente no tenía nada más en la mochila, sólo el dinero que me quedaba de los ahorros que saqué. Le dije que podía verificar la mochila, vaciarla en la mesa y no iba a encontrar nada. Para mi sorpresa, lo hizo. Vació la mochila y rebuscó todo lo que había; pero, como le había dicho desde un principio, no había nada ahí adentro.

Terminé de comer el sancocho, que estaba delicioso, y le pregunté si podría dormir en el sofá. Ella me dijo que tenía un cuarto vacío, era de su nieto que andaba estudiando en Mayagüez. "Ojos que no ven, corazón que no siente. No creo que se moleste si no se entera". Era un cuarto bien pequeño, apenas había espacio para la cama y el buró. Yo lo que necesitaba era un lugar donde dormir así que no le di mucha importancia, pero no pude evitar fijarme en lo pequeño que era.

Al otro día, como era ahora mi costumbre, le pregunté a Rosa si tenía alguna diligencia que hacer y si me permitía acompañarla como agradecimiento a la comida y el hospedaje.

- Bueno, si quieres acompáñame al doctor. Me van a chequiar las úlceras pa' ver si están peor.

Comenzamos a caminar a su paso, lento y tembloroso. El sol le molestaba un poco así que con la mano del brazo donde llevaba la cartera se protegía los ojos y con la otra se aguantaba el vientre. Al llegar al pueblo, entramos a la oficina del gastroenterólogo, el doctor Ramírez Soto. Aquella oficinita apestaba a orines viejos y la secretaria tenía como ochenta años. Acompañé a Rosa hasta el mostrador donde había un revolú de expedientes y al final del escritorio una maquinilla Royal del año de las guácaras. Luego de registrase, tomamos asiento en la salita y esperamos que el doctor la llamara.

Finalmente salió este hombre bajito, debía medir unos cinco pies y llevaba en la cabeza una de esas bandas blancas con el espejo que se posiciona en la frente. Parecía una caricatura. Llamó a Rosa para que pasara a su oficina. Ella le dijo que yo le estaba acompañando para que me dejara pasar también. Entramos a su oficina; era pequeña y húmeda por el viejo aire acondicionado que estaba empotrado en la pared. Habían algunas viejas pinturas,de aquellas que muestran paisajes con flamboyanes y casitas de madera que siempre cuelgan en las paredes de las viejas casas que antes fueran de ricos.

- Rosa, tengo malas noticias y buenas noticias. ¿Cuál quieres escuchar primero?

Me molestó la tranquilidad con la que se lo dijo; como si no significara nada que le fuera a decir algo malo.

- La mala, pa' que la buena me anime después.

- Bien, tu condición ha empeorado un poco. Debes mantener una dieta aún más liviana. Te voy a dar una hojita que tiene los alimentos que puedes comer. La buena noticia es que salió un medicamento nuevo para el tratamiento de las úlceras. Es un antibiótico se llama levofloxacin. No estoy seguro de cuán beneficioso sea para tu condición, pero no perdemos nada con intentarlo. Cuesta carito, pero si quieres puedo conseguirte el tratamiento completo por unos doscientos dólares.

- Ay, doctor, yo no tengo ese dinero. Mi nieto está estudiando y yo vivo sola. Lo que tengo casi no me da ni pa' comer.

Vi como la tristeza y la angustia se apoderaron de ese viejo rostro cansado del dolor. Entonces yo le dije al doctor que tenía el dinero. Esta mujer evidentemente sufría mucho por sus dolores. Yo los necesitaba pero, ella más que yo. Fuimos al correo del pueblo y saqué un giro postal, por aquello de tener evidencia en caso de que el doctorcito fuera un estafador. Llevamos el giro a la oficina y Rosa debía regresar al otro día a recoger sus medicinas. El doctor le explicó que podría reclamar el medicamento al plan de salud una vez él le entregara el recibo. Rosa me pidió mi dirección para enviarme el dinero de vuelta pero insistí en que se lo quedara. Fuimos al supermercado a comprar algunas cosas y le llevé los paquetes a la casa. Casi llegando a la puerta comenzó a llover otra vez. Entonces ella empezó a gritar.

- ¡Ay, Dios mío santísimo! Es verdad lo que dijo la condená bruja esa. Tú tenías el remedio en tu mochila... Bueno, el dinero pa' comprar la medicina... Pero es casi lo mismo. Mañana te llevo pa' que te diga el futuro a ti.

- Lamento decirle que me tengo que ir, Doña Rosa. Pero será en otro momento. Tengo que seguir caminando.

La verdad es que ese fajaso de doscientos pesos me lastimó el bolsillo. Pero ciertamente me alimentó el alma. Sólo Dios sabe cuanto tiempo de vida le quedaba a esa señora, pero hasta el día que se muriera comería todo lo que le diera la real gana. Mi abuelo decía: "Las dos mejores cosas que Dios le ha permitido hacer al hombre es comer y dormir; y no me levanten para comer". Ahora que recuerdo, mi abuelo murió durmiendo... C'est la vie.

LA CULPA DE YACOUB




Samir estaba completamente enamorado de su nuevo bebé Aenor. La esposa de Amir, Euriel es de decendencia judía, Samir es palestino. En un mundo como el que vivimos es increíble una situación así; pero cualquier cosa puede suceder en Nueva York.

Samir y Euriel se conocieron en el New York Film Academy. Samir estaba estudiando edición y Euriel dirección. Tuvieron que trabajar en un proyecto juntos y Samir le tocó editar una producción dirigida por Euriel. Samir quedó maravillado con el trabajo de Euriel y pensó "si esta mujer puede hacer que la gente vea el mundo de esta manera, quisiera vivir viendo a través de sus ojos". Samir era un hombre muy tímido; era delgado de ojos grandes y el cabello largo. Usualmente vestía con una camiseta, un mahón y zapatos deportivos. Siempre llevaba con él la mochila en la que cargaba con su computadora portátil, sus libros y una libreta. "No necesito nada más para aprender y trabajar". Euriel era una chica sencilla, nadie sabía lo talentosa que era, sólo Samir. Era la unión perfecta. Una tarde al salir del cuarto de edición, Samir invita a Euriel a cenar y todo comenzó.

No era extraño que luego de unos años se casaran, obviamente por unión civil, pues sus familias no podrían aceptar un ingerto cultural como ese. Pero igual se amaban y siempre estaban ocupados trabajando en una cadena de televisión, así que no había tiempo para esas preocupaciones. Con el tiempo, el éxtasis y el amor concibieron un varoncito hermoso, mal mezclado según sus familias al que llamaron Aenor.

El hermano de Samir, Yacoub, siempre estaba presente en sus vidas. Había aprendido a tolerar a Euriel con tal de compartir con su hermano y poder visitar a su nuevo sobrino. Yacoub, aunque mayor que Samir aún no se había casado y se sentía ahora más presionado a hacerlo, pues su hermanito ya había dado "heredero" al mundo.

-Samir, es hermoso. Pero ese nombre, ¿de dónde lo sacaste? ¿Es hebreo?

-No, celta. Creo que Euriel lo leyó en el periódico.

- ¿Celta? ¿Qué diablos es eso? Pensé que le pondrías un nombre de origen árabe, del origen de nuestros antepasados, no de los de tu mujer.

- Los de ella, los míos... ¿Qué importa? Lo importante es que nació saludable, que crecerá en un hogar de amor, donde no importa de dónde vengamos sino quienes somos, Yacoub.

-¡Bah!

Yacoub se llenaba de celos y preocupación. Sus padres sabían que Samir tenía un hijo, aunque no querían verlo. Su nieto era mitad palestino y mitad judío. Era una mancha en el linaje de la familia. Yacoub tenía que proteger ese linaje, tenía que tener un hijo. ¿Pero cómo? Es difícil para él pensar en el matrimonio y olvidar su pasión por los hombres. Era bien difícil ser homosexual dentro de una cultura tan misógina. ¿Qué alternativas tenía? En una ocasión pensó buscar una esposa que fuera lesbiana para poder tener vidas apartes y no sentirse tan culpable. ¿Pero quién habría de confesar esos deseos tan pecaminosos? Era buscar una aguja en un pajar. Siempre vivía con el temor que su padre lo descubriera. A Samir lo sacó pero a él lo aniquilaría. Finalmente, se dio por vencido y no fue hasta que Samir y Euriel tuvieron a Aenor que sus preocupaciones aumentaron.

Yacoub llevaba muchos años trabajando en el negocio de la familia, una pequeña bodega en Brooklyn. Había estudiado programación de computadoras, pero tuvo que ayudar en el negocio una vez su padre desterró a Samir de sus vidas y por lo tanto de su trabajo en la bodega. Entonces, Yacoub tomó el trabajo de Samir y dejó la posición que ocupaba en una compañía de comunicación móvil. Nada había sido fácil para Yacoub: era homosexual, dejó de trabajar en lo que amaba, trabajaba con su padre y ahora estaba siendo presionado a casarse y tener hijos. ¿Qué diablos pasa en este mundo? ¿Cuándo será que un pobre maricón podrá vivir en paz?
Una noche Samir le pidió a Yacoub que cuidara de Aenor mientras cubrían una filmación en la ciudad.

- ¿Sabes? Encontré lo que significa Aenor. Es un nombre de mujer, hermanito.

- No jodas... ¿Le puse un nombre de mujer a mi hijo? - rió- deja que se lo cuente a Euriel.

- Sí, bueno, no lo celebres tanto.

Yacoub miró a su sobrino. Tan pequeño e indefenso, pero aún así el origen de las presiones de Yacoub.

- Tú no tienes idea de lo que has hecho. Has alterado el balance de la familia. Maldita sea tu madre. ¿Qué importa que pueda dirigir películas y programas de televisión? Es una puta estúpida. Yo sería feliz y podría irme a la mierda si no fuera por ti. ¿Quién te crees? ¿El pequeño príncipe? Seguramente tus padres creen que serás alguien importante y salvarás al mundo, o alguna pendejada así. No salvarás nada, no serás nadie, no...

Yacoub nunca hubiese pensado hacerlo, pero las circunstancias lo pedían. Recordó por un momento el dolor que le causaría a su hermano, pero él nunca debió haberse casado con una judía. Al final era lo mejor... Abrazó fuertemente a su sobrino y lo sostuvo contra su pecho hasta que no lo sintió moverse. ¿Qué había hecho? ¡Había matado a su sobrino! ¿Estaba loco o poseído? ¿Cómo carajo se le había ocurrido hacer algo tan estúpido? Tomó una vida, la vida del hijo de su hermano.

- Alah, ¿qué he hecho?

El silencio lo hizo sentirse solo. No había vuelta atrás, no había salida. Su hermano regresaría y encontraría a su único hijo muerto. Tenía que hacer algo. Se le ocurrió llevar el cuerpito de su sobrino a un hospital y abandonarlo allí. Llevó al bebé en brazos caminando por las calles húmedas de Nueva York hasta llegar a una clínica donde dejó el cadaver y huyó.
La culpa puede ser tan pesada como todas las gentes de la Tierra juntas. Puedes intentar cargarla pero te alenta los pasos y te hace torpe el camino. Ahora la culpa era más grande y pesada que su temor a ser descubierto. Tenía que regresar, tenía que confesar su crimen.
Mientras tanto un enfermero recogió el cuerpo de Aenor y lo lleva dentro del hospital. Con un estetoscopio descubre que el corazón del niño aún late.

-¡Rápido, alguien ayúdeme! ¡Está vivo!

El personal de la clínica se moviliza con rapidez intentando rescatar al bebé del limbo. Lo entuban para facilitar la respiración y lo llevan a tomarle rayos-X para verificar si había sufrido algún trauma.

- Si creyera en Dios, diría que es un milagro. - dijo uno de los doctores- Con este frío y en estas condiciones, no habría sobrevivido. Tienes muchas ganas de vivir, pequeñín.
Yacoub corría como un demente por la calle. Finalmente se detuvo, sacó su celular del bolsillo del abrigo que llevaba puesto y llamó a Samir.

-Samir, maté a tu hijo. ¡He matado a Aenor! No me perdones, no me lo merezco.

- ¡¿Qué?¡ ¿Estás loco? ¿Dónde estás? ¡Dime!

- Olvídate de mí. Dejé su cuerpito en una clínica cerca de la Avenida Atlantic. Búscalo... Adiós

-¡Yacoub! ¡Yacoub! No... No puede ser.

Samir buscó frenéticamente la clínica. Él y Euriel llamaron a todas las clínicas en el área hasta dar con la clínica donde habían recibido un pequeño bebé; pero, para sorpresa de los dos el bebé había sobrevivido.

Samir intentó comunicarse con Yacoub para darle la noticia, pero sólo lograba accesar el correo de voz.

-Yacoub, hermano, contesta. Mi hijo está vivo, sobrevivió. Regresa a la clínica. Podemos solucionar esto.

Pero nunca logró comunicarse con él, jamás lo conseguiría. La culpa puede ser tan pesada como todas las gentes de la Tierra juntas. Tan pesada como para impedir que el cuerpo de un ser arrepentido flote y Yacoub estaba en el fondo del Río Hudson donde nadie lo podría encontrar.

EL TESTAMENTO DE CAMILA


Bien, son más de las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Pensé en caminar a la orilla de la playa, pero le temo demasiado a la oscuridad y no logré convencer a Tomás de que despertara y me acompañara. En realidad, Tomás ni me escuchó; cuando cae lo hace como piedra. Aún así, me puse a pensar; me dije "Camila, este es el mejor momento para poner en orden tus cosas". Así que por ahí vamos...

Si alguna vez me pasa algo, que resultara en mi muerte, quiero que mi perra Silvana sea entregada a mi hermana Victoria. Ella sabe mucho de perros y seguramente la cuidará bien. En segundo lugar, mi ropa se la dan a mi queridísima amiga Chiara (se pronuncia Kiara, está escrito en gramática italiana) porque es la única amiga que conozco que aprecia mis gustos y viste el mismo tamaño. A Tomás le dejo mi parte de la casa (ja, ja, ja y por supuesto la deuda) y mis equipos electrónicos. Si de casualidad queda algo de dinero, cosa que dudo mucho porque no tengo ni donde caer muerta, llévenlo al orfelinato San Suplicio, esas queridísimas monjas harán lo propio con él. Las monjas son tan buenas con esos niños, ya imaginarán. Por último, todo lo que quede llévenlo al Ejército de Salvación.

Le dejaría algo a mis hijos, pero son unos ingratos... Además, ya la ley proveerá para ellos.

Atentamente,

Camila Ruiz