sábado, 9 de febrero de 2008

PINTÓ


Había olvidado que debía llorar amargamente en el entierro de su padre. Veía a su madre y su hermana llorando y se dio cuenta que ella aún no había comenzado a hacerlo. Pensó hacerlo en ese momento pero ya había pasado un rato y los invitados notarían que no era sincero. Además, su madre y su hermana estaban haciendo un excelente trabajo con sus llantos y no necesitarían el de ella. Resolvió quedarse mirando al espacio y parecer que estuviera desquiciada. Había tenido una vez un amante que la llevaba a ver películas de drama muy tristes a ver si lloraba pero nunca lo logró. De pronto la consoló la idea de que quizás la gente no la juzgara por no llorar, pues era muy sabido que ella no lo hacía. Permaneció mirando el féretro, la inmensa caja, la grama verde alrededor del hueco, las flores, la lápida; todo esto acompañado de llantos y murmullos. Le pareció todo tan surreal que sintió un imparable deseo de salir corriendo de aquel lugar. Al principio lo vio como algo tan impropio que abandonó su deseo por unos segundos, pero al fin y al cabo no pudo contenerlo y comenzó lentamente a rodear un lado de la tumba y continuó caminando directamente a su auto y salió del cementerio.

El día estaba muy soleado y hacía un calor infernal. Recordó el cliché del día lluvioso usual cuando entierran a alguien significativo en las películas y series televisivas. El entierro de su padre se celebraba en un día hermoso de marzo y no había llovido nada. Pensó para sí que era perfecto que su padre hubiese muerto sin dramatismos algunos, sin lluvia, sin ella llorando desconsoladamente y sonrió al recordar que se había ido sin mediar palabra con nadie. Para ella, él no merecía ni una lágrima y sabía que debía estar revolcándose en su tumba al ver que el mundo continuaba sin él, que ella continuaba sin él.

Llamó a su novio, que no fue al entierro porque odiaba a su padre, le contó de cómo escapó aquel delirio. Él no lo podía creer, fue tan simple y tan fácil que parecía un mal chiste. Quedó en recogerlo para ir a dar una vuelta, el día estaba sensacional y no había razón para desperdiciarlo, pensó. Fueron a dar un paseo por las playas de Piñones; comieron frituras, tomaron agua de coco fría y luego compraron algunas cervezas que llevaron hasta la orilla de la playa donde se sentaron a ver el mar.

Ella le comentó de cómo habían tantos padres infelices como el de ella y de cómo sus hijas debían tolerarlo y sufrir, mas sin embargo ella había logrado liberarse de él y no sentía nada de dolor, sino un creciente estado de alegría y pensó que terminaría el día a carcajadas por aquello de sentir que el pecho se le inflaba de felicidad. Él escuchaba atenta y silenciosamente todo lo que ella decía. Sabía que ella necesitaba ese espacio en donde le guardara luto a la maldad de su padre; ese regocijo era su manera de hacerlo.

Intentó buscar en su memoria algún momento feliz que hubiera compartido con su padre, para no sentirse mal por sentirse bien, pero no logró encontrarlo y dijo: "La razón de su existencia era la creación de la nuestra", refiriéndose a ella y su hermana. Se levantó de la arena y le dijo a su novio: "Quiero pintar". Se montaron en el auto y condujeron hasta la casa donde se hospedaba mientras estudiaba en la Universidad. Bajó con sus pinceles, pinturas y un canvas. "¿A donde vamos?", preguntó él. "Al sur", le contestó. Así emprendieron camino y llegaron a Guánica. Tomaron la ruta al Bosque Seco y se dispuso a pintar un paraje seco y vacío para representar la aportación de su padre a las vidas de sus hijas. Se burlaba de todo lo pasado: del accidente, de su rostro ensangrentado, de su dolor físico y su mirada de perdedor, de haber sido vencido, de no poder hacer más daño. Pensó en el fin y en el principio, pensó en la guerra y en la paz, pensó en la desesperanza y la nueva esperanza. No había angustia ni temor, sólo había la esperanza de comenzar de nuevo, de saber que hay algo más allá del desierto: montes verdes, ríos, ciudades y luego el mar.

Miró la tierra seca, dio una carcajada y pintó.

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