sábado, 9 de febrero de 2008

EL CAMINANTE





Una vez caminé mucho por la isla. Me dio algo en el pecho que no podía controlar y comencé a caminar como el personaje de la película americana, Forest Gump. Pero no tenía deseos de correr porque no le estaba huyendo a nada y tampoco estaba persiguiendo. Sólo empecé a caminar con una mochila que preparé en cinco minutos en la que llevaba dos pantalontes, tres camisetas, cinco calzoncillos, 3 pares de medias, un cepillo de dientes, una peinilla y una libreta. Con eso y mil dólares que tenía en mi cuenta de ahorros me dispuse caminar la isla. En la libreta realizaba apuntes de los lugares que visitaba, las cosas que veía y sobre las personas que conocía. En un garaje me regalaron un mapa por aquello de que no me perdiera. La verdad es que en ningún momento de mi caminata me vi andrajoso. Nunca alquilé un cuarto de hotel. Siempre dormía en la calle o en algún cuarto que me prestara un buen samaritano, que sin maldad ni interés abría las puertas de su casa para un deambulante. Yo no era malagradecido, siempre ayudaba en las tareas que tuviera el samaritano que hacer ese día. Le acompañaba, le daba conversación y, si necesitaba, cargaba paquetes hasta la casa y luego emprendía camino otra vez.

Una vez conocí a esta señora que decía que su nombre era Rosa, pero me fijé cuando fuimos al supermercado que sus tarjetas decían Clotilde. No es nada de extrañar, pues mi bisabuela también había cambiado su nombre de Basilisa a Alicia, por razones obvias y por una broma que le gastaron cuando niña. Bueno, Rosa me recibió en su casa en Barranquitas como a eso de las seis de la tarde. Era diciembre y oscurecía temprano así que parecía que eran como las ocho de la noche. Yo tenía frío pues hacía cuatro días que llovía y no paraba. Toqué la puerta y para mi sorpresa esta señora abre y tiene un machete en la mano.

- ¿Quién coño es?

- No se asuste señora sólo soy un estudiante universitario que ando caminando la isla.

- ¿Estudiante? Entra, los estudiantes siempre son bienvenidos.

Eso me pareció extraño, ciertamente era un estudiante universitario, pero podía también haber sido un cabrón que se inventó eso para entrar a la casa de la doña. Rosa me preguntó si tenía hambre y yo dije que sí, obviamente. Entonces me sirvió un plato de sancocho con un vaso de Tang de china. Por alguna razón los viejos que he conocido siempre tienen Tang en sus casas. Bueno, Rosa me dio el plato con un buen pedazo de pan criollo y se sentó en la mesa a verme comer.

- Hace muchos años que te he estado esperando, muchacho. La bruja del barrio de al lao' me dijo en el '95 que vendrías. Yo pensé que no ibas a venir na'.

- ¿Qué? Usted me está confundiendo, Doña.

- No, mijo. A mí la bruja me dijo que un día de lluvia iba a venir un estudiante universitario y que tendría en su bolso la cura para mi malestar. Yo tengo unas úlceras en el estómago y casi no puedo comer. Me da un dolor por las noches que no me deja en paz. Tú tienes la cura; yo te doy comida y tú me das la cura.

- Señora, no tengo nada más que ropa, una peinilla, un cepillo de dientes, un mapa de Puerto Rico y una libreta en mi mochila. A menos que una de esas cosas sea medicinal, no tengo nada en la mochila que la pueda curar de las úlceras.

Rosa se quedó bien seria. Ella pensaba que estaba escondiendo la verdad, pero ciertamente no tenía nada más en la mochila, sólo el dinero que me quedaba de los ahorros que saqué. Le dije que podía verificar la mochila, vaciarla en la mesa y no iba a encontrar nada. Para mi sorpresa, lo hizo. Vació la mochila y rebuscó todo lo que había; pero, como le había dicho desde un principio, no había nada ahí adentro.

Terminé de comer el sancocho, que estaba delicioso, y le pregunté si podría dormir en el sofá. Ella me dijo que tenía un cuarto vacío, era de su nieto que andaba estudiando en Mayagüez. "Ojos que no ven, corazón que no siente. No creo que se moleste si no se entera". Era un cuarto bien pequeño, apenas había espacio para la cama y el buró. Yo lo que necesitaba era un lugar donde dormir así que no le di mucha importancia, pero no pude evitar fijarme en lo pequeño que era.

Al otro día, como era ahora mi costumbre, le pregunté a Rosa si tenía alguna diligencia que hacer y si me permitía acompañarla como agradecimiento a la comida y el hospedaje.

- Bueno, si quieres acompáñame al doctor. Me van a chequiar las úlceras pa' ver si están peor.

Comenzamos a caminar a su paso, lento y tembloroso. El sol le molestaba un poco así que con la mano del brazo donde llevaba la cartera se protegía los ojos y con la otra se aguantaba el vientre. Al llegar al pueblo, entramos a la oficina del gastroenterólogo, el doctor Ramírez Soto. Aquella oficinita apestaba a orines viejos y la secretaria tenía como ochenta años. Acompañé a Rosa hasta el mostrador donde había un revolú de expedientes y al final del escritorio una maquinilla Royal del año de las guácaras. Luego de registrase, tomamos asiento en la salita y esperamos que el doctor la llamara.

Finalmente salió este hombre bajito, debía medir unos cinco pies y llevaba en la cabeza una de esas bandas blancas con el espejo que se posiciona en la frente. Parecía una caricatura. Llamó a Rosa para que pasara a su oficina. Ella le dijo que yo le estaba acompañando para que me dejara pasar también. Entramos a su oficina; era pequeña y húmeda por el viejo aire acondicionado que estaba empotrado en la pared. Habían algunas viejas pinturas,de aquellas que muestran paisajes con flamboyanes y casitas de madera que siempre cuelgan en las paredes de las viejas casas que antes fueran de ricos.

- Rosa, tengo malas noticias y buenas noticias. ¿Cuál quieres escuchar primero?

Me molestó la tranquilidad con la que se lo dijo; como si no significara nada que le fuera a decir algo malo.

- La mala, pa' que la buena me anime después.

- Bien, tu condición ha empeorado un poco. Debes mantener una dieta aún más liviana. Te voy a dar una hojita que tiene los alimentos que puedes comer. La buena noticia es que salió un medicamento nuevo para el tratamiento de las úlceras. Es un antibiótico se llama levofloxacin. No estoy seguro de cuán beneficioso sea para tu condición, pero no perdemos nada con intentarlo. Cuesta carito, pero si quieres puedo conseguirte el tratamiento completo por unos doscientos dólares.

- Ay, doctor, yo no tengo ese dinero. Mi nieto está estudiando y yo vivo sola. Lo que tengo casi no me da ni pa' comer.

Vi como la tristeza y la angustia se apoderaron de ese viejo rostro cansado del dolor. Entonces yo le dije al doctor que tenía el dinero. Esta mujer evidentemente sufría mucho por sus dolores. Yo los necesitaba pero, ella más que yo. Fuimos al correo del pueblo y saqué un giro postal, por aquello de tener evidencia en caso de que el doctorcito fuera un estafador. Llevamos el giro a la oficina y Rosa debía regresar al otro día a recoger sus medicinas. El doctor le explicó que podría reclamar el medicamento al plan de salud una vez él le entregara el recibo. Rosa me pidió mi dirección para enviarme el dinero de vuelta pero insistí en que se lo quedara. Fuimos al supermercado a comprar algunas cosas y le llevé los paquetes a la casa. Casi llegando a la puerta comenzó a llover otra vez. Entonces ella empezó a gritar.

- ¡Ay, Dios mío santísimo! Es verdad lo que dijo la condená bruja esa. Tú tenías el remedio en tu mochila... Bueno, el dinero pa' comprar la medicina... Pero es casi lo mismo. Mañana te llevo pa' que te diga el futuro a ti.

- Lamento decirle que me tengo que ir, Doña Rosa. Pero será en otro momento. Tengo que seguir caminando.

La verdad es que ese fajaso de doscientos pesos me lastimó el bolsillo. Pero ciertamente me alimentó el alma. Sólo Dios sabe cuanto tiempo de vida le quedaba a esa señora, pero hasta el día que se muriera comería todo lo que le diera la real gana. Mi abuelo decía: "Las dos mejores cosas que Dios le ha permitido hacer al hombre es comer y dormir; y no me levanten para comer". Ahora que recuerdo, mi abuelo murió durmiendo... C'est la vie.

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