lunes, 15 de septiembre de 2008

ALCOHOL, CIGARRILLOS, PASIÓN


Esa noche no quería regresar a su departamento. Había estado trabajando muy duro en su nuevo proyecto de telecomunicaciones, que estaba aproximándose la fecha de implantación, por esto le estaban presionando por todos lados: su jefe, el departamento de mercadeo, los accionistas, los miembros de la junta y su equipo de trabajo. Llevaba nueve meses trabajando duro y esa noche no quería trabajar más. Habló con algunos amigos y decidieron ir a un bar no muy lejos de su trabajo. Era muy tarde, un poco más de media noche. Durante el día había llovido y por unos instantes se distrajo observando el reflejo de las luces de los postes y semáforos en el pavimento mojado; parecían señalarle el camino a su destino, similar a las luces en los pasillos de los aviones que indican la salida en caso de emergencia. Concibió entonces esta noche como su salida en caso de emergencia: despojo total de responsabilidades y ofuscaciones laborales comunicativas.



Llegó al bar y aterrizó en la barra. Pidió el trago que concibió mejor merecido para una noche larga como aquella: “Un whisky en las rocas, por favor.” Luego de pronunciarlo vino a su mente el caluroso sabor del licor y lo añoró como quien añora la cama, la almohada y las frisas al tener un sueño ensordecedor. Se volteó a mirar si sus amigos habían llegado y los encontró en una mesa de billar riendo. Dio gracias a Dios como quien recibe un milagro limosnero. Luego, a saludarse como es de costumbre entre los hombres: dándose la mano y halándose a un abrazo, con alguno que otro cabrón, papi y demás expresiones andro-pueblerinas. Se sienta en un stool cerca de una de las mesas y comienza a relajarse. Algunos tragos, chistes, risas después el momento llama para un cigarrillo. Sale del bar a la acera y enciende su palillo de relajación. Cada inhalación tiene la facultad de restaurar una onza de paz en aquel cuerpo agotado. Ese cigarrillo representa la verdadera decisión de “no voy más”, el merecido descanso, la mandá pa'l carajo al jefe con tó'.


De repente mientras sacude las cenizas, mira a la derecha y topa su mirada con una mujer. Es joven, de cabellos rizados cortos. Sus ojos café son redondos, algo pequeños pero su mirada es fija, algo tierna y seductora a la vez. Su nariz un poco chata, pero sus labios carnosos inspiran un inexplicable deseo de besarlos. Sus mejillas rosadas contrastaban juguetonamente con la blancura de su piel. Su figura era impresionante: pechos grandes, cintura pequeña, caderas amplias y zocos por piernas. Llevaba una blusa negra ligera y unos mahones apretados; y estaba parada sobre unos tacones negros que le añadían dos pulgadas adicionales de estatura. ¿Quién es esa mujer? Nunca la había visto allí antes. Mientras se preguntaba la procedencia de ese misterio, notó que ella había fijado su mirada en él. La comunicación no verbal había comenzado. Entre cada halón de humo de sus respectivos cigarrillos, se orquestaban las miradas que gritaban el deseo de cruzar el abismo a la palabra hablada. Ella hablaba con unas amigas y logró alcanzar escuchar su risa: quedó fascinado.


Luego que terminaron sus cigarrillos regresaron al bar. Ella se despedía de sus amigas que habían terminado la juerga nocturna. Él sabía que esta era su única oportunidad antes que ella también emprendiera su camino.


- ¿Quieres algo de tomar?- preguntó algo tímido, pero haciendo el mayor esfuerzo para que ella no lo notara.


- No, gracias.


- En serio, lo que gustes.- Con un último desespero para que ella dijera que sí.


- Está bien, una cerveza, por favor.


Esta parecía ser su noche de suerte. Fue a la barra y pidió una Medalla. Ella lo siguió unos breves minutos después de despedirse de la última amiga. Se sentó con él en la barra y comenzó la conversación de temas usuales: ¿Cómo te llamas? ¿Estudias o trabajas? ¿Dónde? ¿Qué? ¿De qué pueblo eres? ¿Qué te gusta hacer en tu tiempo libre? Blah, blah, blah... Es necesario hacer este carrusel de preguntas según las reglas sociales del “levante” en una barra. Cuando el lugar estuvo por cerrar, decidieron ir a un colmado y continuar la colorida conversación desde allí. Una cerveza, unos temas de conversación, más cigarrillos y entonces un beso. Un beso tan dulce que emanaba un sabor a frutas, tan delicioso y tierno que sólo es comparable con almohadines de plumas y sedas o dulces pulposas fresas y mangos. Los besos se volvieron tan intensos que él no tuvo reparos en anunciar que su departamento estaba a una cuadra de aquel lugar. Ella lo miró sorprendida. Él temió ser muy apresurado. Ella reflejaba desconcierto en sus ojos. Él tembló.



Esa noche ella había salido con unas amigas, entre ellas su ex pareja. La ruptura entre las dos había sido muy reciente y estaban trabajando muy forzadamente para tener al menos una amistad luego de una relación llena de vivencias que había durado casi cuatro años. No sólo eso, sino que habían pasado muchos años sin que ella saliera sólo a divertirse y además había perdido muchas libras de peso a raíz de numerosos cambios en su vida y quería, con toda la intención, lucir su nueva figura al mundo y en especial a su ex. Cuando se fijó que él la observaba no lo podía creer: hacía mucho tiempo que nadie la miraba y aunque luego de la separación había tenido encuentros casuales con diablos conocidos, delante de ella había un diablo por conocer. Era delgado, alto, muy guapo. Su mirada misteriosa la cautivó desde el principio. Lo observó pausado, calmo, discreto. Alcanzó verle sonreír y fijó su mirada en aquellos labios que invitaban a la curiosidad de un beso; cabellera corta, oscura y una barba tímida que adornaba su mentón. Fue muy difícil realizar el coqueteo con su ex presente, después de todo tenía corazón; pero, pudo lograr su objetivo y conseguir que el desconocido le brindara una cerveza. Irremediablemente su pasada pareja se percató de toda la movida y salió muy molesta, pero no le dio importancia: esa noche se iba a dar un gusto, como quien rompe una dieta devorando un pedazo de flan luego de comer lechuga invariablemente por meses. Así fue como ahora ella estaba besando a un hombre con labios de algodón frente a un colmado mientras ponderaba si aceptaría su invitación a su departamento.



Muy velozmente se dirigieron al lugar. Torpemente alcanzaron la puerta y con gran cautela subieron las escaleras que llevaban a la habitación entre la penumbra. Los besos y las caricias no escasearon, las prendas de vestir volaron por doquier, la pasión se elevaba. Ella le maravillaba cómo él la tocaba como si adivinara sus pensamientos: cada beso, cada dedo, cada palma, cada rincón de piel justo donde y cuando ella lo quería. Él disfrutaba la suavidad de su piel, la pasión en sus besos, los susurros desesperados. A veces parecía gracioso como sus cuerpos desconocidos debían danzar hasta encontrar el acomodo perfecto, pero una vez alcanzado sólo quedaban suspiros y gemidos. La cama rechinaba, el gavetero los golpeaba, la luna los iluminaba, la calle estaba en silencio. Alcanzaron el placer varias veces; aún habiendo sido vencidos por el sueño, despertaron sólo para reanudar la candela. Era una noche de olvidos y recuerdos, de pasiones y desvelo, de alcohol y cigarrillos, de besos y caricias, de locura y cordura: era la noche nocturna.



Mas llegó el día y el sol arruinaba la obra magistral de la noche trayendo a la mente de los amantes la memoria y la responsabilidad. Ella, pasada la madrugada, cual sombra sigilosa, se escurrió de las cobijas del amante con sólo el recuerdo de su perfume y la sensación inolvidable de sus tiernos besos. Él despertó con la remembranza de aquellos rizos entre sus dedos y el calor del cuerpo de aquella mujer. Una noche, una barra, un encuentro casual: misión cumplida.