sábado, 3 de mayo de 2008

LA ESPERANZA DE NICOLASA


Nicolasa caminó despacio por su nueva casa de dos aguas. Miró los palos de gandules que tenía a la parte de atrás y sonrió con ternura: al fin había logrado obtener su libertad. Hacía mucho tiempo que soñaba con salir de la casa de la señora y mucho trabajo le costó reunir todo el dinero que tenía con el fin de comprar su libertad. Se privó en ocasiones de comer para poder guardar dinero, pues no importaba cuanta hambre sintiera no se atrevía a robar ni un bocado, líbrela Dios y los santos que lo acompañan en los cielos de tal fechoría.

Recordó como cuando niña su madre fue vendida en la plaza pública para que trabajase en la Hacienda Miraflores y sirviera a la señorita, en aquel entonces, Ana Julia. Ante los gritos y las súplicas de la madre, la señora de la casa aceptó comprar a su hija también con la condición que cuando hubiese alcanzado los cinco años de edad sirviera en la cocina asistiendo a Yuya. Ana Julia fue una joven dulce con Nicolasa y su madre, pero su hermana menor, Josefina, atormentaba a la pobre Nicolasa día y noche. Una tarde de verano, luego que el tutor se marchara, Josefina fue a la cocina y robó dos pelotones de melao del frasco que se hallaba sobre la mesa. Cuando Yuya entró y vio que le faltaba azúcar, fue donde Nicolasa y le preguntó muy enfadada si ella los había tomado. Nicolasa nunca se atrevería a tomar algo que no le perteneciera, pero Yuya viéndola tan pequeña pensó que mentía. Agarró la correa del difunto señor de la casa y le pegó diez correazos a Nicolasa, cinco por cada pelotón de melao que faltaba en el frasco. Le advirtió que si alguna vez osaba en robar de nuevo, le cortaría las manos. Mientras, Josefina observó todo desde el patio a través de la ventana que daba a la cocina y se burló tan cruelmente de la pobre Nicolasa, que sentía dolores en su abdomen de tanto reírse.

Cuando la madre de Nicolasa se enteró de la golpiza que había recibido su pequeña, fue hasta el árbol de mangó que ubicaba en el patio trasero de la casa. Cautelosamente, extrajo de un panal que descansaba en la axila de una rama una miel muy espesa. Esperó silenciosamente que llegara la noche y que la oscuridad ocultara su negro cuerpo; vertió la miel sobre los pies de Yuya. Lentamente mientras Yuya dormía, subían por las orillas de su colchón las hormigas y se colaban entre las hojas de las palmas secas que le servían de techo los moscos. La robusta Yuya, aunque dormida, se revolcaba en la cama sintiendo una piquiña en los pies, pero no fue hasta la mañana que vio como sus pies estaban llenos de erupciones y salpullido. Aún quedaban hormigas sobre sus cobijas y muy rápido adivinó lo que había pasado. Para la desgracia de Yuya, no quedaba miel en sus pies y no tenía nada que inculpara a la madre de Nicolasa, sólo admitir que había golpeado injustamente a la niña y eso le traería más problemas que soluciones, puesto que ningún esclavo ni miembro de la servidumbre podía malograr las propiedades del amo, incluyéndose a ellos mismos.

Cuando la señora de la casa murió, sus propiedades fueron repartidas entre sus dos hijas. Ana Julia se quedó con la madre de Nicolasa, pero su hija pasó a ser propiedad de Josefina y su desdicha fue grande pues la señorita la trataba con odio y le llenaba los días de angustia. La señorita había crecido fea y ningún hombre la quería tomar por esposa. Además de la casa, no tenía ninguna propiedad pues la hacienda le pertenecía a Ana Julia y a su esposo. Una noche Josefina debía asistir a un baile que se celebraría en la casa del alcalde del pueblo. Nicolasa estuvo toda la mañana preparando el ajuar y puliendo las alhajas que Josefina había seleccionado para esa noche. En la tarde había llovido y la entrada a la casa estaba enlodada. No hizo Josefina más que bajar el escalón del portal y un tropezón la llevó de golpe al lodo. Todo el esfuerzo de Nicolasa quedó arruinado y la furia de la señorita fue una incontrolable. Agarró a Nicolasa por sus cabellos y la arrastró hasta su recámara. Gritando con histeria le pegó dos bofetones a Nicolasa reclamándole el no haber cuidado sus pisadas, hizo que la desvistiera y fuera inmediatamente al pozo a buscar agua para lavar el vestido. Nicolasa estuvo dos días sin comer como castigo impuesto por Josefina.

Años más tarde un hombre mulato y liberto llamado Amós comenzó a rondar a Nicolasa. Amós era un hombre muy trabajador y con mucho esfuerzo, él y sus hermanos habían cultivado un conuco con plátanos, yuca y otras hortalizas que vendían en el mercado del pueblo. La madre de Nicolasa llegó a conocerle antes de morir y soñó que Josefina permitiera que su hija se casara con Amós y éste comprara su libertad. ¡Ah!, pero la señorita era muy celosa y posesiva; no podría permitir que se le escapara Nicolasa. Una noche que Amós pasó por la casa a dejar algunos víveres de regalo a Nicolasa, la señorita agarró el rifle de cacería de su cuñado y le pegó un tiro a Amós. No llegó a matarle por falta de destreza, pero alcanzó su pierna derecha. Le gritaba mientras éste agonizaba en el suelo que si regresaba a la casa, le acusaba de ladrón para que se lo llevaran las autoridades. Nicolasa, iracunda, fue corriendo con la intención de agarrar a su ama por las greñas aunque esto le costara la vida, pero la dama de compañía de la señorita la detuvo. Amós se arrastró hasta la calle y allí aguardó que sus hermanos lo recogieran. Nicolasa estuvo encerrada en su cuarto con fiebres durante cuatro días y tan pronto se repuso un poco, Josefina la mandó a llamar y la obligó a que lavara todos sus vestidos, aún los que estaban limpios, y que brillara todos sus botines.

Nicolasa pensó en muchas ocasiones envenenar la comida de su ama o la infusión de hierbas que debía llevarle en las noches para que ésta pudiera conciliar el sueño. Imaginó a la señorita acostándose a dormir y no despertando jamás, pero su corazón no era tan duro como para realizar pecado tan inmenso. El temor de Dios que se le había inculcado en aquella casa le hacía rogar el perdón de Jesús por llevar en su corazón esos perversos deseos.

Cuando ya parecía que Josefina fuese a vestir santos, llegó a la vida de la familia el joven Gonzalo de la Vega. Era muy ordinario y pesaba más que un buey; sin embargo, tenía una pequeña hacienda cerca de San Fernando de la Carolina y no había ningún otro pretendiente en lista por Josefina. Se celebraron las bodas: el gordote y la fea se juraron amor eterno. Josefina y Nicolasa se trasladaron a la hacienda del nuevo señor. Gonzalo era un hombre malvado con sus esclavos y abusaba de su poder. Creía que todo cuanto habitaba en la hacienda era de su propiedad y que disponía de ello como quisiera. La noche de su cumpleaños, luego de haberse embriagado con sus amigos con ron cañete, llegó a la hacienda y entrando a los bohíos de las esclavas, agarró a Nicolasa y la llevó a empujones hasta la orilla del río que llamaban el de Loaiza. Allí la desvistió y tomó por suya la virginidad de la sierva de su esposa. Nicolasa le empujó, lo mordió y alcanzó a darle varios golpes, pero de nada le sirvió. Gonzalo era muy pesado y Nicolasa no podía quitárselo de encima. Cuando terminó su crueldad, le escupió la cara a la esclava y le ordenó que se levantara y lo bañara en el río para que le quitara su suciedad. Nicolasa, temiendo por su vida le obedeció, pero lloró amargamente durante muchos días.

Al cabo de pocas semanas comenzó a sentir mareos y una de las esclavas, al notar sus síntomas advirtió que Nicolasa esperaba un hijo. Cuando ella supo de las sospechas de su compañera golpeó su vientre con sus puños queriendo expulsar de sí el fruto de su desgracia, mas no lo logró. Meses más tarde dio a luz un niño mulato-claro al que dio por nombre Jesús, pues al hijo de Dios le atribuía las fuerzas adquiridas para sobrellevar sus cargas. Gonzalo supo del nacimiento de su hijo bastardo y pidió a Josefina que vendiera a Nicolasa y a su hijo a otra casa, pero Josefina se aferraba a Nicolasa como si ésta tuviera el secreto de la vida y la juventud. Una tarde, mientras Nicolasa amamantaba a su hijo, Josefina la fue a buscar. Nunca había visto al niño hasta ese día. Cuando lo vio en manos de Nicolasa, notó que el niño tenía en su muslo izquierdo un lunar rojo igual que su marido. Supo al instante que ese hijo no era de algún esclavo como había supuesto desde el principio. Sintió como se aceleraba su corazón y un sudor frío comenzó a bajar por su frente. Le arrebató a Nicolasa el niño y fue corriendo hacia la casa. Nicolasa temiendo que su ama fuese a matar a su hijo corrió tras ella, pero apenas la alcanzaba. Nicolasa entró al estudio donde se encontraba su marido organizando las cuentas de la hacienda. Colocó al niño sobre el escritorio de majó y fue hasta su marido, le bajó los pantalones y los calzones para comparar los lunares: eran idénticos. Josefina sintió tanta rabia y se descontroló a tal punto que perdió la noción de la realidad y en un arrebato de furia cayó al piso revolcándose como lo hacían los cerdos de los hatos.

Habiéndole dado un calmante el doctor, Josefina se halló en la cama adormecida por el medicamento. Gonzalo, temiendo que su esposa lo arruinara, le ofreció a Nicolasa su libertad y la de su hijo a cambio de todo lo que tenía ahorrado. Nicolasa, siendo astuta, le dijo que le daría 10 pesetas por su libertad y el resto lo usaría para comprar una casa para ella y su hijo. Gonzalo en su desesperación accedió al trato. Mandó a buscar una carreta y ordenó que llevaran a Nicolasa al pueblo.

Ahora, en su casa caminando por el pequeño patio sembrado con gandules, Nicolasa sonreía pensando en que todos sus martirios y toda su desdicha había terminado. Era libre de vivir con su hijo algo de paz. Entonces volteó la vista hacia la calle, escuchaba unos pasos lentos aproximarse a su casita. Justo cuando pensó que su felicidad había llegado a la cúspide, Amós venía a visitarle.